Publicado por Miguel Cisneros Perales
El cosmos según la alqumia
Introducción
Siempre se ha presentado la Edad Moderna como una especie de periodo en el que entre guerras empieza a verse la luz, como el inicio de las revoluciones, como la mejor salida a los años oscuros de la Edad Media. La alquimia en cambio es, y siempre ha sido, oscura. Pero ni los hombres del Renacimiento fueron ideales (además de idealistas), ni los ilustrados todo luz, ni los griegos tan brillantes como el mármol pulido.
La alquimia se presentaba entonces como una disciplina capaz de aunar la experimentación científica, un modelo sistemático y una curiosidad racional con una simbología extraña e imbricada repleta de reminiscencias egipcias, conjugada y tamizada por distintas religiones, creencias y filosofías. Es más fácil entender esto y superar nuestros prejuicios imaginando a Newton frente a un caldero y un horno, porque hay quien insinúa que Newton, científico irreprochable, el gran físico de su tiempo y de todos los tiempos, habría escrito a lo largo de su vida más obras de carácter alquímico que obras comúnmente aceptadas como científicas. No obstante, lo que más nos puede turbar es una pregunta, una duda relacionada con el carácter de la eternidad: si eso fue así, ¿qué pasó con esas obras alquímicas? ¿No dejaron su impronta al igual que sus teorías sobre la gravedad? ¿Por qué nadie se refiere a Newton como alquimista?
La otra imagen mental que produce la palabra alquimia es más concreta, más alucinada también, menos insinuante y más tópica: el rey que quiere para sí esos rumores sobre la vida eterna, sobre la fabricación del oro; o el sacerdote que lee libros esotéricos y experimenta en nombre de Dios con los metales y explica así la Trinidad; o el médico que decide romper con la tradición galena para apoyarse en otra tradición más antigua, más extraña y de efectos incomprensibles; todos en el fondo haciéndose la misma pregunta que nosotros: ¿y si la alquimia funcionase? Hablar de alquimia es peliagudo porque se está constantemente en la frontera entre magia y ciencia, pero ¿y si hubiera habido gente que hubiera creído que la alquimia hubiera podido funcionar?
En fin, el personaje que mejor ha sabido reflejar estas dudas, la existencia de la alquimia como realidad, no es alguien histórico, sino una mezcla ficticia de muchos reales, Zenón, creado por Marguerite Yourcenar en su libro Opus Nigrum, que narra una vida peculiar por esta época peculiar. Creo que son mejores sus palabras (e infinitamente más hermosas) para comprenderlo:
En aquel campo sobre todo, las opiniones de los doctos contrastaban con las del vulgo. El mago era a un tiempo aborrecido y reverenciado por el común rebaño que le atribuía poderes inmensos. El universo llamado mágico se hallaba constituido de atracciones y repulsas que obedecían a unas leyes aún desconocidas, pero no necesariamente impenetrables para el entendimiento humano. […] El gran mérito de la magia y de la alquimia, su hija, era el postular la unidad de la materia, hasta tal punto que algunos filósofos del alambique habían creído poder asimilar ésta a la luz y al rayo. […] En cierto sentido, todo era magia.
La alquimia, ¿ciencia o conciencia?
Kuhn establece en su libro La estructura de las revoluciones científicas que el deber del historiador de la ciencia es en primer lugar establecer por quién y cuándo se descubrió un hecho o teoría científica actual y distinguir el “conjunto de errores, mitos y supersticiones que impidieron una acumulación más rápida de los componentes del caudal científico moderno”. ¿Pertenece el estudio de la alquimia a esta segunda labor? ¿Fue la alquimia un impedimento para el avance científico?
Algunos autores piensan que sin la alquimia la química no se hubiera desarrollado, otros tratan a la alquimia como un desecho sin interés para la historia de la ciencia. De este posicionamiento tan radical surge la disparidad respecto al estudio de la alquimia.
Un aspecto que podría ser una característica del sentido científico de una práctica es la existencia de diversas escuelas. Por supuesto, a lo largo del devenir del desarrollo de la alquimia, las escuelas alquímicas han sido diferentes y numerosas (hermetistas, iatroquímicos, la corte de Praga, espagiristas…). ¿En qué momento toda esta variedad de escuelas se concentraron en una sola y se convierten tan solo en una visión anticuada de la química? Podemos suponer que el punto de inflexión fue la revolución química del siglo XVIII. Es decir, antes de esta supremacía de la química, entendemos que alquimia y química comprendían un mismo conjunto o realidad con distintas escuelas en pugnas, hasta que la última en llegar, la química, triunfó como paradigma, arrinconando a la alquimia, que ya en el siglo XIX se conocía, por ejemplo, como “química romántica”, convertida en una escuela precientífica, generalista y anticuada y condenada a desaparecer engullida por el nuevo paradigma, ya científico, abanderado por Lavoisier.
Aunque trate otro caso, Kuhn pone como ejemplo que hasta Newton no hubo un primer paradigma universalmente aceptado en el campo de la óptica física y asimismo razona que de todos los profesionales anteriores, aunque fueran científicos, si se examinaran los resultados de sus actividades netas, nos encontraríamos con que tales resultados no fueron algo que llegase a ser ciencia. Newton fue el primero en construir un paradigma, una base con la que los científicos venideros fueron manejándose, refutando y desarrollando la óptica física. Con la alquimia y la química ocurre algo distinto: los paradigmas en la alquimia se retrotraen hasta la antigüedad y los referentes de la química están imbricados con la alquimia, como bien demuestra Boyle, considerado el padre de la química moderna y asimismo un importantísimo alquimista. Y sin embargo, en el estudio de la química la alquimia queda olvidada incluso como paradigma previo, como si antes de la química no hubiera existido nada.
Un diagrama de la Piedra Filosofal, dibujado por Newton
Esoterismo vs. exoterismo
Como vemos, se hace necesario un orden para entender la cuestión y a qué mundo nos enfrentamos. Por supuesto, esta clasificación es artificial, como todas las clasificaciones. Se basa en dos aspectos: la propia clasificación historiográfica y la propia visión que se tenía y se tiene de la alquimia en la actualidad.
La alquimia nace para el mundo occidental en la Alejandría helénica y se desarrolla sobre todo en el Alto Egipto durante los primeros siglos después de Cristo (por ejemplo: los escritos atribuidos a Hermes Trismegisto, trasunto del dios egipcio Tot, se ubicaban allí). Sin embargo, su origen real y más ancestral provenía de la China, aunque este es otro tema de estudio. En definitiva, esta primera alquimia griega se revistió de filosofía neoplátonica y perduró hasta que Diocleciano en el 292 d. C. mandó quemar todos los libros de alquimia. Tuvieron que pasar varios siglos hasta que la alquimia volvió a Europa a través de los árabes y las traducciones. Sin embargo, resultó tremendamente difícil de comprender, lo cual impulsó la corriente esotérica y mística. Su base teórica se vio reforzada con el aristotelismo tan de moda tras Tomás de Aquino, sobre todo con la renovada teoría de los cuatro elementos. Y así se convirtió en una ciencia para iniciados. Sin embargo, en la Edad Media europea la alquimia en realidad no desapareció, había perdurado de otro modo, velada por los herreros que continuaron con sus prácticas, alejados de la teoría.
Simplificando, podríamos decir que la alquimia en la Edad Moderna dejó atrás su carácter artesano con el descubrimiento de los tratados clásicos de alquimia y su verborrea incomprensible. Pasó de ser un trabajo de herreros a una ciencia, un campo de sabios. Extraña paradoja esta del humanismo que en el caso de la alquimia, al recuperar e inspirarse en los clásicos, en vez de iluminarla a ella y sus procesos, la hizo, por un tiempo, aún más oscura. En este punto nos detendremos, porque la alquimia siguió evolucionando hasta convertirse en química con Lavoisier, pero antes sufrió numerosas transformaciones.
La alquimia era una práctica real que aplicaba la filosofía hermética a las sustancias tangibles. Podemos ver en esta definición una primera aproximación a las diferencias entre la alquimia esotérica y la exotérica. Con el tiempo, el trabajo de laboratorio y el descubrimiento de novedosas aplicaciones de aquel conocimiento o filosofía hermética, ambas ramas se irían separando más y más hasta que lleguen a repudiarse mutuamente.
Por ejemplo, podemos pensar que un reputado alquimista como Maier, intelectual de la corte de Praga deRodolfo II, defendiera a capa y espada todos los postulados de la alquimia. Nada más lejos de la realidad, como nos indica Santiago Sebastián comentando el emblema XVIII de la Atalanta Fugiens (libro de emblemas sobre la alquimia de principios del año 1600): “Maier afirma en el emblema que el plomo no puede engendrar más que plomo, y el oro no se puede multiplicar, a lo sumo refinar o ennoblecer, revelando así su posición crítica frente a la alquimia tradicional”. Como vemos, Maier rechaza un uso práctico y vulgar de la alquimia. Él la entiende como una filosofía plena, alejada del trabajo de manos de herreros y plateros. En este sentido, el emblema XLII también es muy esclarecedor. El comentario de Santiago Sebastián no tiene desperdicio y nos muestra una filosofía más cercana al humanismo o a la razón ilustrada que a la imagen estereotipada del oscuro alquimista anclado en el pasado y ajeno a las nuevas corrientes intelectuales:
Con razón el grabado ha sido calificado como uno de los más bellos de la obra, por la serenidad que produce la escena de una noche clara, con el alquimista provisto de bastón, lentes y linterna, siguiendo los pasos de una mujer […]. Esta figura es una alegoría de la Naturaleza, que debe ser una guía del sabio, a la que aluden el bastón, los lentes y la linterna simbolizando la razón, la experiencia y la lectura.
Y es que la alquimia era eminentemente experimental, se basaba en la observación de la naturaleza y se dirimía con el ejercicio de la Razón. Como vemos, compartía las bases del método científico. Y para ir desarrollándose se apoyaba en la lectura de otras obras alquímicas, que fueron perdiendo su oscurantismo con la expansión que trajo la imprenta. En definitiva, ya en la Edad Moderna los propios alquimistas luchaban contra la imagen del alquimista obsesionado por el oro, la cual tiempo después los escritores románticos potenciarían creando el tópico, el que ha llegado reforzado hasta nuestros días.
Hermes Trimegisto
En la Edad Moderna se desarrollará lo que se conoce como revolución científica. Curiosamente, el redescubrimiento de los clásicos conllevó también una ruptura contra la escolástica, hasta llegar a ponerse en duda a los mismos clásicos, como Aristóteles o Galeno. Fue un médico quien dio un nuevo giro a la práctica de la alquimia y podemos decir que con él la alquimia exotérica dio un paso por encima de la esotérica en el mundo de las ciencias. Paracelso obvió la tradición galena que aseguraba que de los minerales tan solo surgían venenos y, aplicando el método de Bacon y la observación, comenzó a experimentar con esos mismos metales y minerales, es decir, fue el primero en aplicar la química (o aún alquimia) a la medicina. Además, a las prácticas con los metales alquímicos añadió dos nuevos elementos: el azufre y la sal, y posteriormente el mercurio. Sus seguidores fueron los iatroquímicos. Acudamos a las palabras de Lémery, importante iatroquímico que en 1675 escribió su obra Cours de Chimie, para entender el cambio de perspectiva respecto a la práctica de la alquimia:
Gastar tiempo en hacer oro viene a ser lo mismo que trabajar en la oscuridad y yo encuentro que la Alquimia es un arte sin arte, que comienza en la mentira, termina en la pobreza y su fin es mendigar.
Los iatroquímicos dejaron atrás también las oscuras expresiones y el misticismo propio de la alquimia más esotérica. Sin embargo continuaron dividiendo el mundo en los cuatro elementos aristotélicos, a los cuales se les añadió la Quinta Esencia, cuya búsqueda por otro lado acabó desarrollando la técnica de la destilación.
Sin embargo, para encontrar el ejemplo más paradigmático de la mezcla entre magia y ciencia, esoterismo y exoterismo, debemos remontarnos a Giordano Bruno (nacido en 1548), científico y defensor del modelo copernicano, pero además alquimista, mago e importante hermetista (secta religiosa que mezclaba su propia simbología con fundamentos judeocristianos, creencias del antiguo Egipto y las enseñanzas de la misteriosa figura semidivina de Hermes Trismegisto). La ciencia ha convertido la figura de Bruno en mártir, ya que murió condenado por la Inquisición en 1591. Sin embargo, las actas del proceso se han perdido y cabe suponer que no fue condenado tan solo por su ciencia y su apoyo al copernicanismo, sino por sus creencias heréticas y, en definitiva, por ser un mago. Aunque sin duda para Bruno ambas realidades, ciencia y magia, eran una sola.
En el otro extremo, suele decirse que Boyle fue el último alquimista y el primer químico, aunque la afirmación es arriesgada. En realidad hasta finales del XVIII y el XIX su libro The Sceptical Chymist no empezó a verse como un punto de inflexión o un inicio de cambio de paradigma para la química. Boyle acabó con el lado esotérico de la alquimia, basó su metodología en las teorías de Bacon, en la experimentación, la observación y la medición. No negó la transmutación pero puso en duda los procesos alquímicos que llevarían a conseguir oro. De este modo, acabó también tras muchos experimentos desechando la teoría aristotélica de los cuatro elementos y proponiendo una nueva definición de los elementos que componían las sustancias y por lo tanto rompiendo definitivamente con cualquier antecedente alquímico. Un aspecto traslúcido de Boyle es el estilo en el que escribió su obra, ya que muchas veces acudía a términos religiosos, casi teológicos, lo que en muchas ocasiones puede relacionarse con el modo de expresarse de los alquimistas más esotéricos.
Aceptación popular de la alquimia
El mejor testigo de una época de la que no quedan testigos vivos es quizás su literatura, sobre todo si es marcadamente realista. Hay que tamizarla, pero muchas veces si esta trata la vida cotidiana podemos conocer qué fue cotidiano. Ni siquiera hace falta buscar autores como Ben Jonson, autor de The Alchemist. No hay que irse muy lejos, no hace falta buscar en lugares insospechados, el gran escritor Miguel de Cervantes ya puede derramar mucha luz sobre la alquimia en la sociedad de su tiempo, cómo de popular era, o si solo pertenecía al ámbito de los iniciados. Por ejemplo, en Rinconete y Cortadillo, el legado de Cervantes a la picaresca, encontramos la siguiente escena: un caballero paga a Monipodio con una cadena de vueltas menudas como anticipo por unos servicios (servicios viles, como eran los que Monipodio y su caterva de pícaros y ladrones realizaban): “Quitose [el caballero], en esto, una cadena de vueltas menudas del cuello y diósela a Monipodio, que al color y al peso bien vio que no era de alquimia”. Si hubiéramos sido ingenuos, este uso de la alquimia tan rastrero y vulgar nos hubiera sorprendido, pero es torpe no pensar que un arte tan elevado, una ciencia tan alambicada, no tuviera un reflejo a la altura del populacho. Y qué mejor partido sacarle que el timo. Al fin y al cabo, lejos de elevados espiritualismos, uno de los objetivos más claros y extendidos de la alquimia fue la transmutación de metales pobres en metales nobles. Lo consiguiera o no de forma definitiva, la cuestión es que en el proceso de experimentación se descubrieron múltiples formas de enmascarar las pobres cualidades del latón, por ejemplo, y que parecieran al tacto, al peso y sobre todo a la vista, las del oro. Y por supuesto, de estos descubrimientos no solo se aprovecharon los reputados alquimistas. Caló tanto en otros ambientes que en principio eran ajenos a la alquimia que se hizo común comprobar que las baratijas no fuesen de alquimia, como nos muestra Cervantes a través del gesto de Monipodio.
Paracelso
En la obra cumbre de Cervantes descubrimos nuevos usos populares y extendidos de la alquimia, en sus dos vertientes, la esotérica y la exotérica, coincidiendo con el inicio de su división, cuando la medicina aún era de tradición galena. El Quijote está lleno de referencias a la astrología y a la influencia de las estrellas, a los cuatro elementos, a la quintaesencia y a otros conceptos teóricos de la alquimia. Señalamos a continuación un pasaje donde se alude a la transmutación de los metales como técnica de herreros. Nuestro famoso hidalgo habla del yelmo de Mambrino:
Debió de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió de fundir la mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo esta que parece bacía de barbero, como tú dices. Pero sea lo que fuere, que para mí que la conozco no hace al caso su transmutación, que yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero.
También en el Quijote aparecen menciones a las panaceas curativas o aguas de virtud, por no hablar del bálsamo milagroso de Fierabrás, licor por el cual hasta Sancho renunciaría a su ínsula, capaz de dotar de inmortalidad a quien lo bebiera; compuesto de romero, aceite, sal y vino. Por supuesto, también recurre Cervantes a la alquimia (y sus procesos, desvelando un conocimiento particular de los mismos) como recurso literario con el que construir descripciones, metáforas y alegorías de multitud de situaciones y objetos.
Respecto a las aguas alquímicas, por ejemplo, sabemos que comenzaron a aplicarse en la Edad Media. La evolución de sus aplicaciones terapéuticas así como de las técnicas asociadas al proceso y sobre todo el concepto de quintaesencia van desde 50 años antes a la aparición a mediados del siglo XIV de la obra De consideratione quintae essentiae de Johannes de Rupescissa hasta los trabajos de Paracelso. Fue Rupescissa el primero en llamar al alcohol como quintaesencia y usó la destilación en farmacología siguiendo las teorías de ascendencia galena de los cuatro elementos y su correspondencia con los humores. Según Rupescissa la quintaesencia “es capaz de destruir los humores corruptos, equilibrar los desequilibrios” y por lo tanto sanar.
Algo parecido buscaban los destiladores del rey. Se sabe que durante el gobierno de Felipe II hubo al menos hasta tres laboratorios de destilación funcionando al mismo tiempo: en Aranjuez, en Madrid y en El Escorial. La monarquía hispánica fue de las primeras en aceptar las corrientes paracelsistas y el uso de destilados, quintaesencias y compuestos químicos como medicinas. La corte hispánica se rodeó de boticarios y espigiristas que conocieron y aplicaron los métodos alquímicos para sanar. Algunos de sus destiladores reales se convirtieron en hombres muy poderosos. También Felipe II en 1591 legisló acerca de las buenas prácticas que debían acatar los boticarios mediante una ordenanza que especificaba la forma correcta de elaborar las aguas destiladas. Incluso aunque los destiladores de Su Majestad cambiaran sus prácticas y utilidad al morir Felipe II, el Real Oficio de la Destilación se mantuvo hasta 1721.
Las prácticas alquímicas de El Escorial no son muy ajenas tampoco al conocimiento popular de la alquimia, ya que la destilación era un método muy accesible. Todo este saber se canalizaba y extendía a través de manuales, recetarios y por supuesto a través de los libros de secretos, que prometían desde sencillos remedios terapéuticos caseros hasta panaceas universales y que alcanzaron mucha popularidad. Estas obras alejaron definitivamente por su intención intrínseca a la alquimia del lenguaje para iniciados, aunque por supuesto en este nuevo mercado la alquimia estuvo más ligada que nunca a la superstición. Algunos de estos autores amasaron pequeñas fortunas e incluso consiguieron con su fama alcanzar las esferas académicas. Tras el enorme éxito de la obra de Alessio Piamontese De’ Secreti en 1555, los recetarios de remedios curativos fueron los más demandados, hasta tal punto de que se distribuían, junto a los medicamentos o panaceas que describían, a través de complejas redes comerciales.
Como vemos, la alquimia no estaba limitada a los sabios y los magos, sino que de algún modo también estaba presente en la sociedad popular e incluso constituyó en ocasiones una problemática política, llegándose a legislar en contra de ciertas prácticas alquímicas. No solo un personaje ficticio (o reflejo literario de uno real) como Monipodio tuvo que enfrentarse a la desconfianza que provocaba el timo alquímico. Quizás esta concepción de la alquimia difiera de aquella con fines terapéuticos o filosófica, pero si Felipe II intentó crear oro en El Escorial, por qué no iba a ocurrir lo mismo entre, por ejemplo, los plateros. Y debido a este uso tan extendido de la alquimia que no solo sufrió Monipodio, podemos entender que en 1617 nos encontremos con la prohibición de vender en las calles de Madrid adornos y objetos hechos de alquimia, literalmente.
Giordano Bruno
El alquimista como buen católico
No podemos olvidar que la alquimia, más allá de una filosofía y de las aplicaciones terapéuticas que pudiera conllevar, prometía oro. Y estas promesas, más o menos increíbles, no fueron desoídas por la clase política dominante. Quizás sea Felipe II el monarca más interesante para analizar esta cuestión. Las escuelas intelectuales y la corte del momento estaban fuertemente influidas por Llull. Por otro lado la alquimia, desde un punto de vista económico, podría suponer una recuperación de las exhaustas arcas de la monarquía. Y a priori el coste por intentarlo no conllevaba grandes pérdidas. La figura que más intervino a favor de la alquimia en la corte de Felipe II en un primer momento fue quizás su secretario Pedro del Hoyo, quien hizo de intermediario entre el rey y un alquimista contratado en 1567 para fabricar oro. Por supuesto, pese al entusiasmo inicial de Pedro del Hoyo o las justificaciones de que aquello se hacía para la gloria de Dios y del interés comercial, nunca se obtuvieron resultados. Sin embargo, los intentos y el interés del monarca no terminaron con este primer ensayo fallido.
La justificación cristiana de la alquimia para que fuera aceptada y asumida por Felipe II queda reflejada sobre todo en dos documentos: Toque de Alquimia, de Richardo Estanihurst, que estuvo en El Escorial entre los años 1592 y 1595, y la Summa Menor de Christophoro Parisiense.
Con el primero nos encontramos ante un documento manuscrito práctico definido según el método escolástico, fechado en 1593 y que ofrece al monarca una serie de indicaciones acerca de cómo diferenciar entre un alquimista verdadero y un embaucador. Lo más interesante es que las virtudes descritas del buen alquimista coinciden con las de un buen católico. Son interesantes además sus palabras cuando recomienda no ser “tan crédulo que se caiga en manos de estafadores desaprensivos”, pero tampoco “tan escéptico que se renuncie a todo experimento y por tanto también a la posibilidad del éxito”. Además, en el Toque de Alquimia se realiza una adecuación de los procesos alquímicos y sus descripciones filosóficas a procesos cristianos, acordes a la vida de Cristo y la Trinidad, entre otras cuestiones.
Tanto Christophoro Parisiense como la segunda parte del Toque de Alquimia señalan como condición indispensable para ser buen alquimista ser buen católico. Y señalan como los peores pecados para un alquimista la soberbia, la lujuria y la avaricia. Incluso llega a transmutar los contenidos paganos de la filosofía alquímica en una especie de revelación divina que Dios otorga a los buenos católicos que no harán un mal uso del poder alquímico, es decir, convierte al alquimista en un iluminado. Lo cual enlaza con lo dicho anteriormente sobre Felipe II quien, como buen católico, no haría mal uso de la alquimia y por lo tanto podía y debía servirse de ella para cumplir sus objetivos como monarca católico.
Colofón
Tremenda e interesantísima paradoja la de la alquimia, que una vez desterrada de la ciencia, hoy en día sus objetivos, que parecían mágicos, son posibles. Es cierto, a nivel nuclear-molecular cualquier metal puede ser transmutado en oro, solo que hacerlo cuesta más que lo que se gana con ello. Pero más allá del oro, la alquimia creó un ideal del hombre y nos llegó, de una mitología, un mito. ¿La alquimia un humanismo? No, nunca ya la alquimia por sí misma, sino el alquimista como individuo. ¿El alquimista en medio de todo? Quedémonos para terminar con la descripción de Zenón, el personaje de Marguerite Yourcenar, el alquimista ideal, el ideal romántico del alquimista, la alquimia personificada, lo que sabemos de la alquimia ahora, en el medio de todo, como una bisagra oxidada, porque en cierto sentido, todo sigue siendo magia:
En el plano de las ideas, este Zenón aún marcado por la escolástica y que reacciona contra ella, a medio camino entre el dinamismo subversivo de los alquimistas y la filosofía mecanicista que iba a tener para ella el inmediato porvenir, entre el hermetismo que coloca a un Dios latente en el interior de las cosas y un ateísmo que apenas osa decir su nombre, entre el empirismo materialista del práctico y la imaginación casi visionaria del alumno de los cabalistas, se apoya igualmente en auténticos filósofos y hombres de ciencia de su época.
http://www.jotdown.es/2013/05/la-alquimia-en-la-edad-moderna/
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